Los privilegios de la Iglesia católica a la hora de registrar a su nombre inmuebles, incluso de dominio público, con solo la certificación eclesiástica se plasmaron en una ley de 1946, cuya norma, como sabemos, consideraba a la Iglesia de la misma forma que a las administraciones públicas y, por tanto, le permitía registrar bienes inmuebles mediante un procedimiento rápido y sencillo, la certificación del obispo, sin tener que presentar la documentación que sí se exigían al resto de personas físicas y jurídicas para acreditar una propiedad. Entonces, oficialmente, no se podían inmatricular bienes de culto, lo que sí facilitó la Ley de Aznar de 1998.
Durante los últimos 2000 años, la Iglesia católica ha acumulado una inmensa fortuna. No obstante, el secretismo y la opacidad que rodean a la Santa Sede dificultan enormemente cuantificarla. A día de hoy, la Iglesia católica pose una riqueza de 2 billones de euros solamente en bienes inmuebles. Si sumamos el efectivo, reservas de oro, acciones, joyas, obras de arte, etc… la cifra a buen seguro sea estratosférica. Esta realidad choca frontalmente con las continuas palabras de ayuda al prójimo, solidaridad, humildad o modestia procedentes desde la dorada cúpula del Vaticano.