El origen de la problemática de las inmatriculaciones es UNA LEY FRANQUISTA: la Ley Hipotecaria de 1946.
El artículo 206 de la Ley Hipotecaria de 1946 y su Reglamento de 1947 permitieron inscribir bienes a nombre de la Iglesia equiparando a ésta con la administración pública y a sus obispos con notarios. Bastaba con la simple firma de un obispo. “Una sola palabra tuya servirá para inscribirme”.
Esta problemática radica en la voluntad del régimen franquista de fortalecer a la Iglesia Católica como uno de sus pilares fundamentales. De esta manera, no solo consolidaba su poder, sino que también la recompensaba por su apoyo incondicional.
Estas normas debieron ser declaradas nulas de pleno derecho desde 1978 por inconstitucionalidad sobrevenida al vulnerar el principio de aconfesionalidad del Estado. Pero no lo fueron.
Es más, en 1998, el Gobierno de José María Aznar añadió otro privilegio; la posibilidad de inmatricular, también, lugares de culto, cosa que ni siquiera el régimen franquista se había atrevido a hacer.
Siempre se había entendido que estos bienes eran patrimonio de toda la ciudadanía, bienes de dominio público, con independencia del uso religioso que pudiera hacerse de ellos.
Tuvo que llegar el año 2015 para que, tras una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) que haría sonrojarse a cualquier Gobierno, se eliminara este privilegio inconcebible.
Pero todo lo inmatriculado… inmatriculado quedó.