
Estoy en Arantzazu. Aquí siguen sus fieles moradores de siempre: la peña, el haya y el espino, y a menudo, como hoy, también la niebla. Y las golondrinas bienvenidas de cada primavera, con sus nidos de barro colgados en los voladizos del santuario: aquí nacieron y aquí han vuelto, y las que ahora están naciendo también volverán. Aquí siguen cantando en el fondo de la niebla el tordo y el mirlo, el zarcero y el pinzón, y el reyezuelo que interpreta a Paganini. Ahí sigue, arriba a la vera del camino viejo, la ermita de Santo Cristo, donde los peregrinos han descansado durante siglos desahogando sus penas ante el Herido, antes de bajar a la iglesia. Aquí está la basílica, un inmenso nido de golondrinas, con su infinita calma, con su penumbra transfigurada.
Aquí están mis hermanos franciscanos, con un año más y la misma bondad de siempre, y con sus miedos y contradicciones, las de todos. Uno de ellos me ha preguntado: “¿De qué vas a escribir esa semana?”. “Pues no sé muy bien, quizá sobre las iglesias de nuestros pueblos y las ermitas de nuestros montes: de quién son las iglesias, las ermitas, las casas parroquiales; si han de ser del obispo o del pueblo que las hizo…”. “¡Oh! Es un tema vidrioso. No escribas sobre eso”. Pero esas palabras de mi hermano franciscano han acabado de decidirme a escribir sobre el tema. Sí que es un tema vidrioso, pero todos los temas lo son, y no pretendo dictar verdades, sino expresar opiniones y, si se diera el caso, hacer pensar.
José Arregi, Umbrales de Luz / 21 junio 2011
Amo las iglesias, y sobre todo las ermitas. En las tardes de domingo, en Arroa, me gusta subir andando, por una carreterita solitaria y empinada, flanqueada de encinas, hasta la ermita de San Lorente; está rodeada de fresnos y acacias, en medio de una explanada verde, con la entrada abrigada por un porche bajo, con sus ventanitas desiguales, indicios de alguna ermita de otros tiempos, con una campana de bronce en el arco de la espadaña, testigo de todos los tiempos. Esta capilla y su entorno me cautivan. Al llegar, me siento impulsado a ponerme de rodillas y rezar –¡qué cosa más natural!– abrazado a la vieja puerta de madera desgastada, y de los siglos y del corazón acude a mis labios aquella oración que rezaba san Francisco en la ermita de San Damián a las afueras de Asís: “Oh alto y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón…”. Me da pena que un domingo por la tarde ese lugar tan bello y sagrado, tan lleno de paz, esté cerrado con llave, y que me deba conformar con asomarse justo por la rendija de la puerta a la penumbra y al misterio, pero tal vez así sea mejor, para no invadir. Ya es mucho poder estar en el umbral abrazado a la vieja puerta.