Guión de la ponencia de Cristina Contreras en la Jornada de APUDEPA «El compromiso con el patrimonio cultural desde la sociedad civil» de Teruel del 29 de noviembre de 2025.
Las inmatriculaciones de la Iglesia Católica en España se han convertido en uno de los debates patrimoniales y legales más controvertidos de la democracia. Para muchos juristas, colectivos ciudadanos y movimientos patrimonialistas, este fenómeno no ha sido simplemente una anomalía administrativa, sino un robo consentido, fruto de una normativa singular que permitió a una institución privada inscribir a su nombre miles de bienes sin necesidad de demostrar su propiedad.
El artículo 206 de la Ley Hipotecaria (LH) otorgaba a la Iglesia Católica una prerrogativa excepcional:
Las diócesis, obispados y demás instituciones eclesiásticas podían inscribir bienes inmuebles mediante certificación del Ordinario diocesano, función análoga a la que tenían las Administraciones Públicas.
Este artículo equiparaba de facto a la Iglesia con una “administración pública” a efectos registrales, pese a ser una institución privada.
El Reglamento Hipotecario de 1947 confirmó esta posibilidad.
Mientras que cualquier particular debía probar la propiedad, la Iglesia solo necesitaba una certificación interna.
Antes de 1998, existía una limitación relevante:
Los templos destinados al culto estaban excluidos de inmatriculación (art. 5 del Reglamento Hipotecario).
La razón: se consideraban bienes de dominio público religioso, sin propietario privado claro.
Este límite frenó durante décadas la inscripción de edificios históricos emblemáticos.
El proceso no requería prueba documental más allá de la palabra del obispo. En un país en el que numerosos bienes religiosos eran de uso comunitario, pertenecían a los pueblos o habían sido construidos con fondos públicos, esta situación abrió una puerta que la Iglesia aprovechó de forma masiva.
En 1998, el Gobierno de José María Aznar modificó el Reglamento Hipotecario suprimiendo la excepción que impedía inscribir templos. Con un simple cambio reglamentario:
La Iglesia pasó a poder registrar catedrales, ermitas, iglesias y basílicas como si fueran bienes privados.
A partir de ese momento, la certificación eclesiástica bastaba para inscribir incluso monumentos declarados Bien de Interés Cultural (BIC).
Esta reforma produjo un boom inmatriculador (1998–2015), afectando a miles de bienes hasta entonces de uso comunitario, tradicional o municipal.
Numerosos ejemplos se hicieron emblemáticos:
La Mezquita-Catedral de Córdoba, inscrita por 30 euros.
La Giralda y la Catedral de Sevilla.
Iglesias románicas en Navarra.
Plazas, caminos comunales, huertos y fincas rústicas en distintos municipios.
Muchos de los bienes inmatriculados proceden de uso comunal, tradición vecinal o patronazgos históricos.
Cuando los ayuntamientos intentan reclamar:
Deben probar documentalmente una propiedad centenaria.
Pero estos bienes suele carecer de títulos formales.
En cambio, la Iglesia ya posee un asiento registral con presunción de veracidad.
Esto crea un desequilibrio procesal que hace muy difícil revertir las inscripciones.
Existen bienes que podrían considerarse parte del dominio público conforme al artículo 132 de la Constitución:
plazas, fuentes, caminos comunales, huertos colectivos, cementerios…
La pregunta es:
¿Puede un bien de dominio público ser privatizado mediante inscripción registral?
La doctrina mayoritaria responde que no, pero en la práctica:
Si el bien no figuraba en un inventario municipal, su defensa jurídica es muy débil.
Muchos bienes inmatriculados están protegidos como BIC.
La titularidad privada no impide la protección, pero sí influye en:
la gestión del uso público,
la percepción de ingresos (entradas, eventos),
las decisiones de conservación.
La inscripción privada otorga a la Iglesia una capacidad de gestión que antes correspondía, de facto, a la administración pública o a la comunidad local.
Aunque no existe un registro único, se estima que la Iglesia pudo inscribir más de 100.000 bienes aprovechando estas normas. Lo relevante no es solo la cantidad, sino el tipo de bienes: muchos de ellos habían sido mantenidos, restaurados o financiados por administraciones públicas o por la propia comunidad vecinal.
Los ayuntamientos y vecinos no eran informados y, cuando querían impugnar, los plazos habían pasado o los tribunales exigían pruebas de propiedad casi imposibles de aportar para bienes tradicionales, comunitarios o de origen medieval.
De ahí que muchos movimientos ciudadanos califiquen el proceso de “robo consentido”:
Robo, porque se privó a comunidades y espacios públicos de bienes que consideraban suyos.
Consentido, porque fue el propio Estado, mediante leyes excepcionales, quien otorgó a una institución religiosa un poder que ninguna otra entidad privada tenía.
En 2015, la Ley 13/2015 derogó finalmente el artículo 206 LH.
Desde ese momento, la Iglesia pasó a ser un sujeto privado más:
Debe acreditar la propiedad igual que cualquier otra entidad.
Sin embargo, la ley no declaró la nulidad de las inscripciones previas.
Esto consolidó jurídicamente miles de registros que se realizaron con procedimientos hoy considerados excepcionales e incompatibles con el principio de igualdad ante la ley.
Es posible revertir las inmatriculaciones?
La reversión generalizada enfrenta tres barreras legales:
1. Presunción registral (art. 38 LH)
Los asientos del Registro se presumen válidos y exactos.
Para impugnarlos, se requiere un proceso declarativo, costoso y difícil.
2. Usucapión y posesión prolongada
La Iglesia puede alegar posesión “pacífica y continuada” durante décadas.
Incluso si nunca fue propietaria formal, la posesión podría consolidarse jurídicamente.
3. Ausencia de norma retroactiva
No existe una ley que:
declare nulas las inscripciones,
ordene revisar masivamente el proceso,
o establezca procedimientos simplificados de devolución.
Sin una ley estatal que aborde el problema, los litigios deben resolverse caso por caso.
La ausencia de un marco legal claro para la restitución ha convertido el problema en un laberinto jurídico.
A pesar de las reivindicaciones, solo unos pocos casos han sido revertidos. La mayoría permanece inscrita a nombre de la Iglesia y continúa generando conflictos, especialmente en zonas rurales donde las propiedades comunales eran esenciales.
El tema de las inmatriculaciones invita a reflexionar sobre la relación entre Estado e Iglesia, sobre la gestión del legado histórico y sobre la necesidad de proteger el patrimonio común frente a procesos poco transparentes.
Para muchos ciudadanos, las inmatriculaciones representan una deuda pendiente de la democracia española: la necesidad de corregir una situación heredada del pasado autoritario, donde una institución religiosa operó durante décadas con privilegios incompatibles con un Estado aconfesional.
Mientras no haya una solución legislativa que permita revisar o devolver aquellos bienes cuya titularidad es dudosa o claramente comunitaria, la sensación de “robo consentido” seguirá presente en el debate público.